Ocurrió hace como nueve años. Y la idea fue de Beto Ortiz. ¿Qué pasó? Pues se las cuento en corto. Sucedió como a mediados del 2008. Por mayo o junio de ese año, no recuerdo bien.  

El colegio Dalton, una escuela de mujeres ubicada en la cuadra dieciocho de la avenida Petit Thouars, en Lince, y en el marco del Plan Lector o sabe dios qué programa de lectura de libros de autores nacionales, decidió prohibir uno de los libros de Beto. Y para colmo, dictaminó meterle una patada en el culo al profesor que se atrevió a recomendar su lectura en una clase. La de Literatura, supongo.

La publicación promocionada por el educador Rafael Magrusa fue Mis pequeños vándalos. Y en el programa Enemigos Íntimos, se despachó indignado sobre el incidente. Esta obra de Beto estaba incluida en el Plan Lector “Recreo”, que auspiciaban entonces los escritores Javier Arévalo y Gustavo Rodríguez, como un texto referente a la cultura pop peruana.

En él no hay palabras fuertes, ni lisuras altisonantes, ni alusiones a la homosexualidad, como podrían estar especulando algunos. Aparentemente, la censura cayó como una guadaña sobre la cabeza del profesor porque se trataba del controvertido Beto. Punto. Porque, la verdad, no existía otra explicación. O, mejor dicho, ninguna.

“Un libro no es veneno, un libro no es malo. El solo hecho de tener una palabra fuerte no lo descalifica. Aquí los libros son una amenaza, imagínate”, le dijo un indignado Magrusa a Beto.

Y nada. A partir del mencionado evento, pues Beto, que, ya lo conocen, no es de quedarse de brazos cruzados, nos convocó a un pequeño grupete de escritores y amigos, quienes también habíamos sido censurados por los directivos del Dalton, por algo que contenían nuestros textos y que no le gustó a los censores daltonianos. O censoras, no lo sé.

En el caso particular del arriba firmante, me explicaron que, en un librito que escribí a principios del año 2000, titulado Álbum de fotos, decía algo así como que el Pato Donald no tenía pipilín. Y esa sola palabrita, “pipilín”, hizo que ardiera la pradera. Algo similar ocurrió con uno de los libros de Oswaldo Reynoso.

De estas censuras, por cierto, nos enteramos por el propio Beto, quien nos propuso dirigirnos hacia el colegio con un par de carretillas en plan Wong o Vivanda, llenarlas de libros, y regalarlos a la hora de la salida. Todos atracamos. Fue un jueves. Y para hacer tiempo, nos fuimos a comer algo al restaurante Blue Moon. De ahí partimos caminando (para bajar la comida) hacia nuestra misión.

Las autoridades del colegio, enteradas de nuestro obsequioso gesto de regalar libros, decidieron frenarnos llamando al serenazgo de Lince y a la policía. De hecho, la cosa se tornó surrealista, casi, casi al estilo Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. O sin casi. Los serenos y los policías no dejaban que nos acerquemos con los libros para entregárselos gratuitamente a quien quisiera recibirlos.

Por supuesto, no podía faltar un camárografo registrando todo esto que les cuento, porque a Beto no se le pasan los detalles. “El único vicio que se puede aceptar en un colegio es el de la lectura, el contenido puede ser variado”, le dijo Reynoso al reportero. Yo, la verdad, no recuerdo lo que dije, o si dije algo, les confieso, pues estaba muy cómodo en mi rol de “carretillero regalón”.

Eso sí. Beto concluyó el reportaje con una buena frase. “Como dijera Oscar Wilde, autor de El retrato de Dorian Gray, al que en el Dalton también vetarían por marica, “no hay libros morales, ni inmorales, solo libros bien escritos y mal escritos”.

Antes de irnos, gratamente satisfechos por la labor cumplida, luego de deshacernos de todos los libros que había en las carretillas, dos niñas se me acercaron con cierto recelo, con cara de “¿será o no será?”, y al final se atrevieron a hablarme, luego de que una de ellas le dijo a la otra “sí es”. Y me dijeron: “Hola, somos Mariana y Patricia, y somos tus fans, ¿podrías dedicarnos tu libro a las dos?”. Y yo: “Encantado. No faltaba más. Qué bueno que les guste lo que escribo”. Y ellas: “Nos encanta cómo escribes”. Y yo, inflado como un pavo real, carraspeé, les pedí un lapicero, y pregunté por el libro que querían que les firmara. Una de las dos, creo que fue Mariana, lo sacó de su mochila. Y puso en mis manos un ejemplar de Pudor, el libro de Santiago Roncagliolo.

Y bueno. Ya adivinarán. Haciendo de tripas corazón, y con mi mejor cara de póquer, estampé en la segunda página del libro: “Para Mariana y Patricia, con mucho cariño. Santiago”.